Por Carmen de Carlos - Corresponsal en Buenos Aires del diario ABC 33/40
Lunes 19 noviembre de 2012

El desafío es mayor cuando el protagonista de esa
historia, sesgada, es alguien que no existe desde hace poco tiempo.
Si el protagonista, por sus características, es el anti héroe, resulta complicado disfrazarlo de lo que no fue. Dicho esto, se puede. En el cine, todo se puede si se sabe cómo hacerlo.
El problema de “Néstor, la película”, es que Paula
Luque, su realizadora, aunque quiere y lo intenta, no puede.
La película, subvencionada por el Instituto de
Cinematografía, corta y recorta la historia de Argentina en un intento de hacer
un traje a medida de prócer para el difunto ex presidente Néstor Kirchner.
El modelo que resulta está hilvanado con retazos
desgastados y las costuras, no aguantan el tirón de una cámara que intenta
enfocar el costado épico de una figura atrapada en su propia sombra.
El maniquí no nació en mayo del 2003, fecha en la
que Kirchner llega a la Casa Rosada y tampoco vio la luz como revolucionario en
los años de plomo (1976-83).
El protagonista tiene un pasado pero contarlo todo
significa hablar de su gestión en la remota Patagonia, recordar su despacho de
abogados, las ejecuciones hipotecarias, el progresivo y descomunal
enriquecimiento durante la dictadura militar, los posteriores Gobiernos
democráticos – incluido el suyo y el de su esposa - y su paso por puestos
públicos donde ejerció de intendente (alcalde) y de gobernador en una provincia
donde no había ni doscientos mil habitantes: Santa Cruz.
Contar la verdadera historia de Néstor Carlos
Kirchner ( 25 de febrero de 1950, 27 de octubre del 2010 ) significaría,
también, hablar de los millones de dólares de las arcas provinciales de Santa
Cruz, con destino incierto durante su Gobierno, recordar el despido de Eduardo
Sosa, Procurador fiscal, por investigarle por malversación de fondos públicos y
recoger fallos de la Corte Suprema que ordenaba reponerlo en su cargo.
Aproximarse a la figura de un hombre clave en la
última década de este país, implicaría mostrar que para “él” no había más
prensa en su feudo – también en Argentina - que la que la elegida por “él” y
enseñar, de paso, cómo fue construyendo su red de poder con su inseparable
familia.
En esa línea, la cinta se habría ajustado a la
realidad al advertir que él, sí repitió el patrón de Santa Cruz, cuando se
instaló en la Casa Rosada.
Estas y otras cosas le faltan al “documental” pero
era esperable.
Lo que costaba trabajo imaginar es la falta de
talento para mostrar la otra parte de Kirchner, el rostro de un animal político
que toma las riendas de una Argentina en banca rota y tira para adelante, a su
manera, pero con fuerza, empuje y resultados concretos en su mandato.
El relato cinematográfico fracasa en este intento y
se estrella en el aspecto humano. La película no logra conmover. Ni siquiera
con las apariciones de Máximo Kirchner, un joven cuyo primer recuerdo de su
padre es el de un hombre que echaba por tierra, a patadas, un día tras otro,
las formaciones de soldaditos con los que el chico jugaba. El hijo le trata de
usted, se refiere a “él”, utiliza su nombre de pila…
Produce tristeza el desamparo de un muchacho al que
su madre – la víspera - trató de defender al justificar la anécdota confesada
de los soldaditos porque el mensaje era que Argentina vivía en una dictadura y
hay que aprender a levantarse.
Otro asunto son las reflexiones políticas de un
muchacho que de sus padres parece haber heredado apenas el parecido físico.
“Cristina estaba fusilada”, observa en un intento de
explicar el desánimo de su madre cuando su vicepresidente y titular del Senado,
Julio Cobos, votó en contra de un aumento impositivo al grano en el que la
presidenta se jugaba su prestigio.
La dictadura es materia recurrente en la cinta.
Kirchner y su mujer se refugiaron durante el régimen
militar en el sur.
Su voz, como la de millones de argentinos, estuvo
silenciada a riesgo de perder sus vidas.
Pero en democracia, ese abanderado de los derechos
humanos, la alzó cuando llegó a la Casa Rosada, no cuando gobernaba Raúl
Alfonsín, que ordenó el juicio a las Juntas Militares. O cuando llegó Carlos
Menem que indultó a represores y guerrilleros.
Pero esa parte de la historia tampoco existe.
No hacía falta omitirla para atribuirle un justo
reconocimiento a Kirchner por la anulación de las leyes de Punto y Final y
Obediencia Debida.
“Perdón por haber callado por veinte años de democracia”,
dice el ex presidente, en nombre del Estado, como si hubiera sido el primero en
sentar en el banquillo a Videla.
En esta historia oficial hay chispazos curiosos y
desconcertantes.
Las opiniones de Ofelia Wilhelm, la madre de
Cristina Fernández, sobre la fealdad física de su yerno producen cierta vergüenza
ajena y hacen cierta la mala imagen de las suegras.
Las intervenciones de las sobrinas, entre otras,
Natalia Mercado - oportuna fiscal en la investigación sobre la compra de
terrenos del Estado a precio de saldo por la familia Kirchner - no hacen un
aporte significativo a la historia del tío.
Los pobres, el chico del violín, las flores y los
argentinos mirando al cielo como si Dios se llamara Kirchner y les fuera a
saludar, convierten el documental en una carga plomiza, pretenciosa e
insufrible.
Las voces en off sin identificar, la lista de
personas que intervienen - sin nombre - reiterando las bondades del ex
presidente o diciendo obviedades, son recursos que lejos de vestir al personaje
lo dejan desnudo.
Hacer una semblanza de lo mejor de Néstor Kirchner
no es tan difícil.
La historia es reciente : Roberto Lavagna, el
ministro de Economía que hizo un canje de deuda de cine, está vivo.
Su mujer, Cristina Fernández, preside Argentina …
La memoria de una sociedad hundida del 2001 a mayo
del 2003 está fresca.
La historia se puede contar de muchas maneras pero,
visto lo visto, y tras la renuncia del anterior realizador, Adrián Caetano, la
viuda de Néstor Kirchner, quizás, habría acertado con otro director y no una
aprendiz de sastre.
Al final, el refranero es sabio: Líbreme Dios de mis
amigos que de mis enemigos me libro yo.